miércoles, 19 de diciembre de 2012

Una carta para Eduardo Galeano
Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol.
Eduardo Galeano. El ídolo. (Fútbol a sol y sombra)
 
        Estimado Eduardo, maestro:
De todas las batallas incruentas que pueda imaginarse, ninguna es más sanguínea que la librada en un campo de fútbol.
        Yo fui en una época lejana gladiador del barro y la intemperie, por esos campos de tierra y duchas frías, hasta que una torcedura brutal me rescató de aquel circo de sábado por la tarde y me sentó ante un ordenador, a componer otras batallas más cruentas y menos sanguíneas, sin duda. Se me quedó el temperamento por esos campos de Dios, y en mi peroné izquierdo las costuras de una herida de guerra con las que atestiguar mi paso triste por ese balompié de barrio, de batallas mínimas y glorias efímeras como la espuma de la cerveza en que ahogábamos nuestras derrotas. Ninguna cerveza, Eduardo, sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero.
        Pero mucho antes de eso, de las cervezas y los campos de tierra, mucho antes de mis primeras botas de fútbol, y muchísimo antes de leerle a usted, Eduardo, yo ya soñaba con que la diosa del viento soplaba sobre mi pie para que de mí naciera el ídolo del fútbol. Así que mis mayores glorias pasaron fuera del terreno de juego, en ese país del aire donde dibujaba el arabesco imposible de un regate o el escorzo funámbulo de una chilena inverosímil, ganándole partidos a una realidad a la que ni yo ni pie estábamos invitados porque, como le ocurrió a usted, mi amor por el balón fue un amor no correspondido. Por más que puse mi empeño, Eduardo. Creo que la pelota no pudo amarme nunca porque la pelota odia a quien la maltrata, y yo la verdad es que nunca gasté de la exquisitez ni tuve jamás un detalle de buen amante, de esos que tratan al balón con galanterías de guante de seda y hacen de la vaselina y el taconazo su estilo de vida. No he sido un dandi con la pelota, a qué negarlo, más bien he sido un amante rudimentario y montaraz, más propenso a la volea y al pundonor descoordinado que al pase medido y el balón al hueco.
Sobra decir que la diosa del viento no sopló nunca sobre mi pie, pero dejó un suspirillo al menos aquí, donde florecen las afinidades perpetuas, de manera que ahora, alejado ya por fin de los Campos de Agramente, de los tridentes, del olor de la sangre, disfruto de este amor casi cincuentón y vehemente por el fútbol, mientras usted, querido amigo Eduardo, maestro, me susurra la proeza de Obdulio Varela en Maracaná o me dibuja con su prosa de bisturí cómo la pelota era un bicho amaestrado en los pies de Garrincha; y yo alzo en mi mano esta cerveza, igual a aquella con la que ahogábamos nuestras derrotas mínimas y mojábamos nuestras efímeras victorias.
Aunque ninguna cerveza sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero. Ninguna, Eduardo. Ninguna.       




Mi primer galeano llegó a mis baldas en vísperas de la Exposición Universal del 92. Lo compré en la extinta librería Antonio Machado, situada en la calle Álvarez Quintero, de Sevilla.
            Yo andaba entonces sufriendo uno de esos ataques de realismo histórico que a cada tanto me dan y que acaban por empacharme tanto de rigor fidedigno que termino escribiendo de cosas inverosímiles, por contradecirme más que por darme un respiro. Pero antes de eso, de que me vinieran las ganas de escribir sobre cosas imposibles y de otro mundo, me dio por investigar un poco sobre el descubrimiento y la conquista de América, para escribir sobre esa etapa histórica una serie de relatos que llevaba imaginando desde un tiempo atrás. Aquellos eran días sin internet y la información se compraba en librerías, o se pedía prestada en las bibliotecas, de modo que fui adquiriendo algunas ediciones de las Crónicas de Indias —con sus lenguajes y sus pasajes de infantil deslumbramiento— las reproducciones de los diarios de Colón, algún manual sobre vida cotidiana de los descubridores, con dibujitos y esquemas muy esclarecedores, y las biografías de epopeya de los conquistadores. Una mañana, mientras ampliaba la bibliografía, me topé con un pájaro precolombino sobre una portada amarilla. Abrí el libro y lo hojeé a conciencia. Cuando lo cerré para pagarlo y llevármelo a mis baldas ya sabía que nunca escribiría aquella serie de relatos ambientados en los años del descubrimiento y la conquista de América, porque aquel libro ya estaba escrito. Se llamaba Memoria del fuego, narraba desde la creación del mundo hasta la muerte del último rey de la dinastía que hizo la conquista de América, Carlos II, y lo había escrito Eduardo Galeano.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Moscas, hormigas y chicharras

Según Augusto Monterroso, que es el escritor contemporáneo que mejor y más sucintamente ha narrado los inquietantes despertares del jurásico, quien no haya dedicado una línea a una mosca no puede llamarse escritor verdadero. Él le dedica —a la mosca— un libro de ciento sesenta páginas —Movimiento perpetuo— lo cual, para un escritor breve y de prosa lenta, es medida más que considerable. En mi animalario no consta ninguna mosca, pero escribí una vez un cuento con chicharras.
Las chicharras son machaconas e invisibles como una mala conciencia, porque son invertebrados molestísimos —por mucho que yo me la quiera dar de poeta y diga que su canto pone banda sonora al tedio de las tardes de agosto— y porque su invisibilidad, como la de los grillos, no hace más que acrecentar su mito de insecto inefable e incorpóreo. Pero quien las definió a fondo y las vistió de limpio fue un poeta y fabulista de otro siglo, que las describió holgazanas y dicharacheras, eternamente pegadas a la guitarra en el nefando vicio de vivir la vida sin temor al invierno, mientras las hormigas, esos seres silenciosos y corales que horadan con sigilosa dedicación las paredes de tu casa, sudan la gota gorda llevando migas de pan y granos de azúcar a sus agujeros. No negaré que la lógica de los fabulistas de otro siglo es incuestionable, por previsibles y porque por mucho que tiren de la alegoría y el circunloquio te muestran el mal tal y como es y el bien con ese aura de santidad civil que les sienta de maravilla a los protagonistas de estos textos tan entretenidos y didácticos. Pero la chicharra de mi cuento —invisible carcoma del aire, grillo de la siesta— no tenía más simbología que la de ilustrar con su rumor de aserradero el calor de una sobremesa de julio, mientras la narradora evocaba otra tarde lejana en que el cantar de la chicharra había precedido a una desgracia que le cambió la vida.
Es decir, que la chicharra, además de molesta, incorpórea y holgazana, es un invertebrado de mal agüero que no merece compartir espacio en el reino animal con la mosca de Monterroso, a la que prometo dedicarle unos alejandrinos apenas acabe estas líneas. O una novela de sesenta y seis capítulos donde describa sus vuelos espasmódicos, sus zumbidos de violín enfermo y sus obscenas bocas de trompeta, y no por devoción ni convencimiento, sino para convertirme de una puñetera vez en un escritor de verdad.  


Estoy en deuda con Monterroso porque en La oveja negra y demás fábulas me mostró el género del microcuento mucho antes de que yo supiera que aquello que él escribía tenía nombre. Eran otros tiempos, en que me dejaba llevar por lo inefable. Quizá porque lo que no se sabe nombrar permanece puro y en su esencia, disfruté sus fábulas con una mezcla de deslumbramiento e incredulidad. Ya antes había leído El eclipse, en un librito antológico en cuyas páginas, emboscado, me esperó el dinosaurio más breve de la literatura universal para decirme, por ejemplo, que existía una unidad autónoma de expresión poética más pequeña que el haiku, esa japonería que yo perpetraba desde hacía años con más acierto en lo métrico que verdad en lo emotivo. El fenómeno este del dinosaurio, no me negarás, es un caso muy ilustrativo de fagocitosis literaria, pues ha ido engordando hasta límites incalculables mientras se alimentaba de las escamas que se iban desprendiendo de tantos textos que intentaban explicarlo. No sé, pero en cuestión de cantidad, el dinosaurio de Monterroso ha debido generar en literatura algo así como cien millones más que su peso en palabras. Y sigue ahí; el dinosaurio sigue ahí.
En mis baldas hay tres monterrosos. Esa antología que decía más arriba, El eclipse y otros cuentos. La oveja negra y demás fábulas, para sonreírse y reflexionar sobre naturaleza humana. Y Movimiento perpetuo, ese muestrario de moscas y prosa de humor preciso y sutil que da pie a esta hoja animalaria y algo caótica que hoy compongo como homenaje póstumo a un fabulista de este siglo.