lunes, 25 de marzo de 2013

VINO AMARGO


Égloga (fragmento) del libro Vino Amargo
Mi mujer dice que soy un narrador de tristezas. Y es verdad. Mis personajes lucen una pátina de olvido y melancolía vieja y caminan, dubitativos, hacia su destino de lágrima y congoja.
No niego que me disgusta que ella lo haya notado antes que yo y que me lo recuerde apenas tiene oportunidad, así que me he puesto a ver si logro variar los designios de mis criaturas.
                                ©Pepe Quesada                                             



Hoy vengo a hablar de mi libro

Me costará, por hablar de mí y porque los cuentos que lo componen nacieron y se multiplicaron sin vocación por hacerse libro. Quiero decir que a cada uno de ellos les fue dando el aire que sopló en aquel momento, sin sospechar que algunos años más tarde —en el caso de los más viejos— alguien llegaría a procurarles una sombra y un cobijo a sus soledades. Hasta entonces se habían criado a la intemperie de sí mismos, sin otro nexo que esta mano que los fue dibujando a partir de la nada. Eran criaturas que, en el mejor de los casos, vagaban en el tumulto de alguna edición no venal, en la desigual antología de un volumen conmemorativo o en preciosas revistas poco divulgadas. Pero hasta este momento, cada uno cuidó de sí, por más que a cada tanto los iba observando en sus cajones o en el lugar sucinto que ocupaban en mis baldas amarillas.
No. No nacieron para ser parte de un libro. Si decidí aunarlos fue porque encontré en estos diecinueve, y no en otros, un hilo subterráneo, un pulso que los hermanaba para hacerlos parte de un todo. Partes intercambiables, y hasta autónomas, pero partes afines por el nexo común de la pesadumbre y la tristeza. ¿Son cuentos tristes? No sé. Retratan el negativo de la vida, es verdad; la parte oscura que cada uno de nosotros lleva en lo recóndito, dispuesta a aflorar a poco que se den las circunstancias. En alguno de estos personajes no aflora nunca, de manera que es la amargura quien los viste de seres fúnebres, de almas en pena y de espíritus errantes por los escenarios cotidianos. Seres frágiles o terribles, que esperan indefinidamente o que actúan para encontrarse con la parte más fiera de su destino.
En algunos encontrará el lector cuentos mágicos, donde la verdad esconde su piel bajo tafetanes de arabescos imposibles, y en otros una realidad curtida al sol duro de nuestros pueblos de antaño. Encontrará historias de aparecidos y de fantasmas cotidianos, de mineros tallados por la barrena del desconsuelo, de desheredados del amor, de mujeres que esperan y de mujeres que regresan; historias de escritores que luchan por truncar el destino de sus personajes, de madres desnudas, de libros que quisieran reinventarse a sí mismos…
Historias. Al fin y al cabo historias. Diecinueve historias que espero se multipliquen y corran y se propaguen. Para eso nacieron. Para eso se hicieron libro.




Los buenos amantes del género saben que un cuento no está terminado hasta que se le coloca su título. A menudo es lo primero que se le ocurre al narrador y sólo hay que ir encajándole la trama. Si es así, el cuento se desliza sobre el papel en blanco como un río de aguas bravas camino al mar: torrencial y sin meandros. Ahora, si lo que hay es que ponerle un título a todo un volumen de cuentos, la cosa se complica de forma geométrica, hasta el punto que es mejor acudir a la asepsia y escoger de entre todos el que uno considere la cúspide de la selección y colocarle la coletilla de otros cuentos con la que solventar el trámite del bautizo. En este caso, he tirado por la calle de enmedio y he tomado el título original de uno de los relatos —se llamaba Amarguinha— y lo he travestido de genérico. O sea: he tomado el todo por los cuernos y le he cambiado el título a uno de los cuentos con tal de justificarme doblemente.
Los protagonistas del cuento —antes titulado Amarguinha, ahora titulado Vino Amargo— deambulan en su propia existencia bajo el techo de una casa que se cae a trozos. Ella vive en un silencio de recién nacida desde que le mataron al hijo, y él en la inercia de permanecer vivo, pero sin la menor convicción. Son seres derrotados cuyo único dulzor posible les llega del vino amargo, de la amarguinha que el dueño de sus días, el Sr. Joao Fonseca, les surte para único calor de sus corazones.
Es posible que cada historia que se relata en este libro tenga su propio sorbo de vino amargo, su grado de ebriedad, su dulce evanescencia. Sería bueno que el lector encuentre su punto de fuga de estas realidades duras, ya sea con su trago de amarguinha o con su palocortado.
Lo que no encontrará, espero, será un solo trago de mistela.