Una carta para Eduardo Galeano
Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol.
Eduardo Galeano. El ídolo. (Fútbol a sol y sombra)
Estimado Eduardo, maestro:
De todas las batallas incruentas que pueda imaginarse, ninguna es más sanguínea que la librada en un campo de fútbol.
Yo fui en una época lejana gladiador del barro y la intemperie, por esos campos de tierra y duchas frías, hasta que una torcedura brutal me rescató de aquel circo de sábado por la tarde y me sentó ante un ordenador, a componer otras batallas más cruentas y menos sanguíneas, sin duda. Se me quedó el temperamento por esos campos de Dios, y en mi peroné izquierdo las costuras de una herida de guerra con las que atestiguar mi paso triste por ese balompié de barrio, de batallas mínimas y glorias efímeras como la espuma de la cerveza en que ahogábamos nuestras derrotas. Ninguna cerveza, Eduardo, sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero.
Pero mucho antes de eso, de las cervezas y los campos de tierra, mucho antes de mis primeras botas de fútbol, y muchísimo antes de leerle a usted, Eduardo, yo ya soñaba con que la diosa del viento soplaba sobre mi pie para que de mí naciera el ídolo del fútbol. Así que mis mayores glorias pasaron fuera del terreno de juego, en ese país del aire donde dibujaba el arabesco imposible de un regate o el escorzo funámbulo de una chilena inverosímil, ganándole partidos a una realidad a la que ni yo ni pie estábamos invitados porque, como le ocurrió a usted, mi amor por el balón fue un amor no correspondido. Por más que puse mi empeño, Eduardo. Creo que la pelota no pudo amarme nunca porque la pelota odia a quien la maltrata, y yo la verdad es que nunca gasté de la exquisitez ni tuve jamás un detalle de buen amante, de esos que tratan al balón con galanterías de guante de seda y hacen de la vaselina y el taconazo su estilo de vida. No he sido un dandi con la pelota, a qué negarlo, más bien he sido un amante rudimentario y montaraz, más propenso a la volea y al pundonor descoordinado que al pase medido y el balón al hueco.
Sobra decir que la diosa del viento no sopló nunca sobre mi pie, pero dejó un suspirillo al menos aquí, donde florecen las afinidades perpetuas, de manera que ahora, alejado ya por fin de los Campos de Agramente, de los tridentes, del olor de la sangre, disfruto de este amor casi cincuentón y vehemente por el fútbol, mientras usted, querido amigo Eduardo, maestro, me susurra la proeza de Obdulio Varela en Maracaná o me dibuja con su prosa de bisturí cómo la pelota era un bicho amaestrado en los pies de Garrincha; y yo alzo en mi mano esta cerveza, igual a aquella con la que ahogábamos nuestras derrotas mínimas y mojábamos nuestras efímeras victorias.
Aunque ninguna cerveza sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero. Ninguna, Eduardo. Ninguna.
Mi primer galeano llegó a mis baldas en vísperas de la Exposición Universal del 92. Lo compré en la extinta librería Antonio Machado, situada en la calle Álvarez Quintero, de Sevilla.
Yo andaba entonces sufriendo uno de esos ataques de realismo histórico que a cada tanto me dan y que acaban por empacharme tanto de rigor fidedigno que termino escribiendo de cosas inverosímiles, por contradecirme más que por darme un respiro. Pero antes de eso, de que me vinieran las ganas de escribir sobre cosas imposibles y de otro mundo, me dio por investigar un poco sobre el descubrimiento y la conquista de América, para escribir sobre esa etapa histórica una serie de relatos que llevaba imaginando desde un tiempo atrás. Aquellos eran días sin internet y la información se compraba en librerías, o se pedía prestada en las bibliotecas, de modo que fui adquiriendo algunas ediciones de las Crónicas de Indias —con sus lenguajes y sus pasajes de infantil deslumbramiento— las reproducciones de los diarios de Colón, algún manual sobre vida cotidiana de los descubridores, con dibujitos y esquemas muy esclarecedores, y las biografías de epopeya de los conquistadores. Una mañana, mientras ampliaba la bibliografía, me topé con un pájaro precolombino sobre una portada amarilla. Abrí el libro y lo hojeé a conciencia. Cuando lo cerré para pagarlo y llevármelo a mis baldas ya sabía que nunca escribiría aquella serie de relatos ambientados en los años del descubrimiento y la conquista de América, porque aquel libro ya estaba escrito. Se llamaba Memoria del fuego, narraba desde la creación del mundo hasta la muerte del último rey de la dinastía que hizo la conquista de América, Carlos II, y lo había escrito Eduardo Galeano.