En Lisboa, hace
veinte años, mientras viajaba en un tranvía con dirección a La Alfama, un
negrito no más grande que mi hija corrió unos metros en paralelo al vehículo y saltó
al pescante trasero. Viajó, con la oreja pegada al cristal, el trayecto que va
desde la Praça do Comércio a Rua dos Douradores, momento en que saltó al suelo
y se perdió para siempre entre la muchedumbre que salía y entraba en una calle.
Se había ido de mi vida tan rápido como había llegado. Cinco minutos, el tiempo
que tarda el tranvía en atravesar varias calles y en trazar una curva. No sé
cuánto tiempo hubiera tardado en olvidarme para siempre de aquello. En
realidad, cuando llegué a la catedral de la Se y descargué el carrete ya me
había olvidado, y sólo me regresó a la memoria cuando me entregaron las fotos
en la tienda de Sevilla donde solía revelar mis carretes, y lo volvía a ver, posando sin posar ante mi cámara curiosa, y ajeno a aquel gesto de turista
con que mi cámara y yo estábamos contribuyendo a su futura inmortalidad. Hoy he vuelto a
rescatarlo, de ese baúl que es la arqueología donde se exhuman las nostalgias,
y me pregunto qué habrá sido de él. Hacia qué lugar le llevaron sus pasos y qué
ha pasado en estos años. Debe andar por los treinta y me lo imagino, por ejemplo,
conduciendo un furgón de reparto por las calles de La Baixa, o tocando el cavaquiño
en un local de fados para turistas. O chuleando a putas de veinte euros en la
carretera de Estoril, que es hacia donde deriva mi imaginación en estos años en
que a la vida ya la evoco con rencor y un algo de desconsuelo.
Sé que cuando
devuelva la foto a su baúl, y la cubra otra capa de olvido, y me llame mi hija para,
digamos, leerme alguna redacción con escenas de campo y horizontes, volverán a
resbalar ciertas memorias, ciertos leves remordimientos, y no habré de
acordarme durante una buena temporada de aquel negrito, no más grande que mi
hija, que posa en el interior de esta memoria supletoria y poética que se
recorta en el plano preciso de una fotografía.