jueves, 1 de mayo de 2014




En Lisboa, hace veinte años, mientras viajaba en un tranvía con dirección a La Alfama, un negrito no más grande que mi hija corrió unos metros en paralelo al vehículo y saltó al pescante trasero. Viajó, con la oreja pegada al cristal, el trayecto que va desde la Praça do Comércio a Rua dos Douradores, momento en que saltó al suelo y se perdió para siempre entre la muchedumbre que salía y entraba en una calle. Se había ido de mi vida tan rápido como había llegado. Cinco minutos, el tiempo que tarda el tranvía en atravesar varias calles y en trazar una curva. No sé cuánto tiempo hubiera tardado en olvidarme para siempre de aquello. En realidad, cuando llegué a la catedral de la Se y descargué el carrete ya me había olvidado, y sólo me regresó a la memoria cuando me entregaron las fotos en la tienda de Sevilla donde solía revelar mis carretes, y lo volvía a ver, posando sin posar ante mi cámara curiosa, y ajeno a aquel gesto de turista con que mi cámara y yo estábamos contribuyendo a su futura inmortalidad. Hoy he vuelto a rescatarlo, de ese baúl que es la arqueología donde se exhuman las nostalgias, y me pregunto qué habrá sido de él. Hacia qué lugar le llevaron sus pasos y qué ha pasado en estos años. Debe andar por los treinta y me lo imagino, por ejemplo, conduciendo un furgón de reparto por las calles de La Baixa, o tocando el cavaquiño en un local de fados para turistas. O chuleando a putas de veinte euros en la carretera de Estoril, que es hacia donde deriva mi imaginación en estos años en que a la vida ya la evoco con rencor y un algo de desconsuelo.
Sé que cuando devuelva la foto a su baúl, y la cubra otra capa de olvido, y me llame mi hija para, digamos, leerme alguna redacción con escenas de campo y horizontes, volverán a resbalar ciertas memorias, ciertos leves remordimientos, y no habré de acordarme durante una buena temporada de aquel negrito, no más grande que mi hija, que posa en el interior de esta memoria supletoria y poética que se recorta en el plano preciso de una fotografía.      

martes, 11 de febrero de 2014


OPERA MAGNA


 

 

Vicente Marco Aguilar me ha vestido de mí mismo y me ha colocado como personaje en una de sus novelas. En Opera Magna, una narración en la que ha aprovechado su conocimiento de ese submundo que son los certámenes y concursos literarios municipales para tramar una intriga tensa e inteligente, con un uso sobresaliente de los diálogos y un dominio de los tiempos narrativos que la hace andar sin contoneos, sobria y segura.

Hace un tiempo que Vicente Marco echó por la ventana los bártulos de su antiguo oficio —ese con el que pagaba la hipoteca— y se lió la manta a la cabeza para escribir, que es este oficio tantas veces sin beneficio al que nos dedicamos. Y le han ido llegando, uno tras otro, los éxitos en forma de galardón y las alegrías en forma de letra impresa. El último es Opera Magna, por la que recibió el XXIX Premio Jaén de Novela, editada —y muy bien— por el sello andaluz Almuzara.

A Vicente me une una camaradería vieja de carreteras y trenes, por más que nunca hemos viajado juntos. De comités de lecturas y tenientes de alcalde más o menos henchidos por el gozo de la literatura, aunque nunca hayamos coincidido en acto alguno. Lo conocí, sin conocerlo, sin poder estrecharle la mano, en una mención fantasma que compartimos en un concurso de cuentos de terror de cuyo nombre ya ni me acuerdo y del que ambos salimos escamados y compañeros. En el último año nos ha unido, más si cabe, cierta aventura editorial común y unos flamenquines rellenos de espinaca en Casa Tito, frente a los que hablamos de cosas nimias, de esas que sazonan la conversación de frivolidades pero de las que se suelen extraer las verdades definitivas. Y la verdad definitiva es que él seguirá escribiendo, con medida pasión y con el ahínco mesurado de un hombre tranquilo, y yo disfrutándole sus prosas tan meticulosamente tejidas y tan verosímiles y entretenidas.  

Porque Vicente Marco es un hombre tranquilo, capaz de maquinar las más excelsas maldades. Maquina, urde, trama. Y así, ha escrito una novela, un thriller le llaman, que ocurre dentro de un ámbito familiar que se desquebraja sin que ninguno de los protagonistas pueda hacer nada por evitarlo. Tiene algo de hipnótico esa forma de mantenerte colgado de un hilo, esa forma de dejarte como al filo de la escena que ocurre entre sus hojas sin que puedas hacer otra cosa que observar y angustiarte, envuelto en una trampa de palabras —sucintas palabras, milimétricas palabras—de la que difícilmente saldrás indemne.

De Opera Magna nadie regresa ileso.

Un trabajo fino, de cirujano, ha hecho este Vicente en su Opera Magna. Yo le estoy agradecido, por acercarme siquiera un poco a la inmortalidad y por la devoción con que se maneja en este oficio de tan difícil supervivencia.
  





domingo, 1 de septiembre de 2013

Descubrimientos


Como la primera vez no hay ninguna. Nada es sabido, y cada paso nuevo es como una caída al vacío, como un aliento suspenso de montaña rusa o tobogán. Y cada acto siguiente es una ventana que se abre a un sentido, a un misterio que se abisma en sí mismo y del que se vuelve, más que con la certidumbre del conocimiento, con la conmoción viva en la mirada. Todo es vértigo la primera vez, y enigma.
Cuando se regresa, y es ya la segunda o la tercera vez, liberado de las urgencias, ungido por la maestría del que ya ha pasado por ese camino, uno se abandona al gozo por el gozo, al deleite noble de hallarse vivo en la mirada que lo refleja; y se arrebata con cada paso nuevo que repite, pero nunca, nunca, vuelve a inaugurarse en su alma el desposeimiento absoluto que se siente al recorrer el sendero nunca antes hollado.         
Pero no con todos los libros pasa eso; hay algunos cuyo misterio se renueva a cada lectura y sus enigmas se visten —a cada lectura— de interrogantes nuevas. Parece que crecieran a la par que su lector crece, de forma que es uno cada vez, y cada vez es como la primera vez que fue leído.


lunes, 25 de marzo de 2013

VINO AMARGO


Égloga (fragmento) del libro Vino Amargo
Mi mujer dice que soy un narrador de tristezas. Y es verdad. Mis personajes lucen una pátina de olvido y melancolía vieja y caminan, dubitativos, hacia su destino de lágrima y congoja.
No niego que me disgusta que ella lo haya notado antes que yo y que me lo recuerde apenas tiene oportunidad, así que me he puesto a ver si logro variar los designios de mis criaturas.
                                ©Pepe Quesada                                             



Hoy vengo a hablar de mi libro

Me costará, por hablar de mí y porque los cuentos que lo componen nacieron y se multiplicaron sin vocación por hacerse libro. Quiero decir que a cada uno de ellos les fue dando el aire que sopló en aquel momento, sin sospechar que algunos años más tarde —en el caso de los más viejos— alguien llegaría a procurarles una sombra y un cobijo a sus soledades. Hasta entonces se habían criado a la intemperie de sí mismos, sin otro nexo que esta mano que los fue dibujando a partir de la nada. Eran criaturas que, en el mejor de los casos, vagaban en el tumulto de alguna edición no venal, en la desigual antología de un volumen conmemorativo o en preciosas revistas poco divulgadas. Pero hasta este momento, cada uno cuidó de sí, por más que a cada tanto los iba observando en sus cajones o en el lugar sucinto que ocupaban en mis baldas amarillas.
No. No nacieron para ser parte de un libro. Si decidí aunarlos fue porque encontré en estos diecinueve, y no en otros, un hilo subterráneo, un pulso que los hermanaba para hacerlos parte de un todo. Partes intercambiables, y hasta autónomas, pero partes afines por el nexo común de la pesadumbre y la tristeza. ¿Son cuentos tristes? No sé. Retratan el negativo de la vida, es verdad; la parte oscura que cada uno de nosotros lleva en lo recóndito, dispuesta a aflorar a poco que se den las circunstancias. En alguno de estos personajes no aflora nunca, de manera que es la amargura quien los viste de seres fúnebres, de almas en pena y de espíritus errantes por los escenarios cotidianos. Seres frágiles o terribles, que esperan indefinidamente o que actúan para encontrarse con la parte más fiera de su destino.
En algunos encontrará el lector cuentos mágicos, donde la verdad esconde su piel bajo tafetanes de arabescos imposibles, y en otros una realidad curtida al sol duro de nuestros pueblos de antaño. Encontrará historias de aparecidos y de fantasmas cotidianos, de mineros tallados por la barrena del desconsuelo, de desheredados del amor, de mujeres que esperan y de mujeres que regresan; historias de escritores que luchan por truncar el destino de sus personajes, de madres desnudas, de libros que quisieran reinventarse a sí mismos…
Historias. Al fin y al cabo historias. Diecinueve historias que espero se multipliquen y corran y se propaguen. Para eso nacieron. Para eso se hicieron libro.




Los buenos amantes del género saben que un cuento no está terminado hasta que se le coloca su título. A menudo es lo primero que se le ocurre al narrador y sólo hay que ir encajándole la trama. Si es así, el cuento se desliza sobre el papel en blanco como un río de aguas bravas camino al mar: torrencial y sin meandros. Ahora, si lo que hay es que ponerle un título a todo un volumen de cuentos, la cosa se complica de forma geométrica, hasta el punto que es mejor acudir a la asepsia y escoger de entre todos el que uno considere la cúspide de la selección y colocarle la coletilla de otros cuentos con la que solventar el trámite del bautizo. En este caso, he tirado por la calle de enmedio y he tomado el título original de uno de los relatos —se llamaba Amarguinha— y lo he travestido de genérico. O sea: he tomado el todo por los cuernos y le he cambiado el título a uno de los cuentos con tal de justificarme doblemente.
Los protagonistas del cuento —antes titulado Amarguinha, ahora titulado Vino Amargo— deambulan en su propia existencia bajo el techo de una casa que se cae a trozos. Ella vive en un silencio de recién nacida desde que le mataron al hijo, y él en la inercia de permanecer vivo, pero sin la menor convicción. Son seres derrotados cuyo único dulzor posible les llega del vino amargo, de la amarguinha que el dueño de sus días, el Sr. Joao Fonseca, les surte para único calor de sus corazones.
Es posible que cada historia que se relata en este libro tenga su propio sorbo de vino amargo, su grado de ebriedad, su dulce evanescencia. Sería bueno que el lector encuentre su punto de fuga de estas realidades duras, ya sea con su trago de amarguinha o con su palocortado.
Lo que no encontrará, espero, será un solo trago de mistela.    

miércoles, 19 de diciembre de 2012

Una carta para Eduardo Galeano
Y un buen día la diosa del viento besa el pie del hombre, el maltratado, el despreciado pie, y de ese beso nace el ídolo del fútbol.
Eduardo Galeano. El ídolo. (Fútbol a sol y sombra)
 
        Estimado Eduardo, maestro:
De todas las batallas incruentas que pueda imaginarse, ninguna es más sanguínea que la librada en un campo de fútbol.
        Yo fui en una época lejana gladiador del barro y la intemperie, por esos campos de tierra y duchas frías, hasta que una torcedura brutal me rescató de aquel circo de sábado por la tarde y me sentó ante un ordenador, a componer otras batallas más cruentas y menos sanguíneas, sin duda. Se me quedó el temperamento por esos campos de Dios, y en mi peroné izquierdo las costuras de una herida de guerra con las que atestiguar mi paso triste por ese balompié de barrio, de batallas mínimas y glorias efímeras como la espuma de la cerveza en que ahogábamos nuestras derrotas. Ninguna cerveza, Eduardo, sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero.
        Pero mucho antes de eso, de las cervezas y los campos de tierra, mucho antes de mis primeras botas de fútbol, y muchísimo antes de leerle a usted, Eduardo, yo ya soñaba con que la diosa del viento soplaba sobre mi pie para que de mí naciera el ídolo del fútbol. Así que mis mayores glorias pasaron fuera del terreno de juego, en ese país del aire donde dibujaba el arabesco imposible de un regate o el escorzo funámbulo de una chilena inverosímil, ganándole partidos a una realidad a la que ni yo ni pie estábamos invitados porque, como le ocurrió a usted, mi amor por el balón fue un amor no correspondido. Por más que puse mi empeño, Eduardo. Creo que la pelota no pudo amarme nunca porque la pelota odia a quien la maltrata, y yo la verdad es que nunca gasté de la exquisitez ni tuve jamás un detalle de buen amante, de esos que tratan al balón con galanterías de guante de seda y hacen de la vaselina y el taconazo su estilo de vida. No he sido un dandi con la pelota, a qué negarlo, más bien he sido un amante rudimentario y montaraz, más propenso a la volea y al pundonor descoordinado que al pase medido y el balón al hueco.
Sobra decir que la diosa del viento no sopló nunca sobre mi pie, pero dejó un suspirillo al menos aquí, donde florecen las afinidades perpetuas, de manera que ahora, alejado ya por fin de los Campos de Agramente, de los tridentes, del olor de la sangre, disfruto de este amor casi cincuentón y vehemente por el fútbol, mientras usted, querido amigo Eduardo, maestro, me susurra la proeza de Obdulio Varela en Maracaná o me dibuja con su prosa de bisturí cómo la pelota era un bicho amaestrado en los pies de Garrincha; y yo alzo en mi mano esta cerveza, igual a aquella con la que ahogábamos nuestras derrotas mínimas y mojábamos nuestras efímeras victorias.
Aunque ninguna cerveza sabe igual que aquella que va precedida de la unción bendita del sudor futbolero. Ninguna, Eduardo. Ninguna.       




Mi primer galeano llegó a mis baldas en vísperas de la Exposición Universal del 92. Lo compré en la extinta librería Antonio Machado, situada en la calle Álvarez Quintero, de Sevilla.
            Yo andaba entonces sufriendo uno de esos ataques de realismo histórico que a cada tanto me dan y que acaban por empacharme tanto de rigor fidedigno que termino escribiendo de cosas inverosímiles, por contradecirme más que por darme un respiro. Pero antes de eso, de que me vinieran las ganas de escribir sobre cosas imposibles y de otro mundo, me dio por investigar un poco sobre el descubrimiento y la conquista de América, para escribir sobre esa etapa histórica una serie de relatos que llevaba imaginando desde un tiempo atrás. Aquellos eran días sin internet y la información se compraba en librerías, o se pedía prestada en las bibliotecas, de modo que fui adquiriendo algunas ediciones de las Crónicas de Indias —con sus lenguajes y sus pasajes de infantil deslumbramiento— las reproducciones de los diarios de Colón, algún manual sobre vida cotidiana de los descubridores, con dibujitos y esquemas muy esclarecedores, y las biografías de epopeya de los conquistadores. Una mañana, mientras ampliaba la bibliografía, me topé con un pájaro precolombino sobre una portada amarilla. Abrí el libro y lo hojeé a conciencia. Cuando lo cerré para pagarlo y llevármelo a mis baldas ya sabía que nunca escribiría aquella serie de relatos ambientados en los años del descubrimiento y la conquista de América, porque aquel libro ya estaba escrito. Se llamaba Memoria del fuego, narraba desde la creación del mundo hasta la muerte del último rey de la dinastía que hizo la conquista de América, Carlos II, y lo había escrito Eduardo Galeano.

sábado, 8 de diciembre de 2012

Moscas, hormigas y chicharras

Según Augusto Monterroso, que es el escritor contemporáneo que mejor y más sucintamente ha narrado los inquietantes despertares del jurásico, quien no haya dedicado una línea a una mosca no puede llamarse escritor verdadero. Él le dedica —a la mosca— un libro de ciento sesenta páginas —Movimiento perpetuo— lo cual, para un escritor breve y de prosa lenta, es medida más que considerable. En mi animalario no consta ninguna mosca, pero escribí una vez un cuento con chicharras.
Las chicharras son machaconas e invisibles como una mala conciencia, porque son invertebrados molestísimos —por mucho que yo me la quiera dar de poeta y diga que su canto pone banda sonora al tedio de las tardes de agosto— y porque su invisibilidad, como la de los grillos, no hace más que acrecentar su mito de insecto inefable e incorpóreo. Pero quien las definió a fondo y las vistió de limpio fue un poeta y fabulista de otro siglo, que las describió holgazanas y dicharacheras, eternamente pegadas a la guitarra en el nefando vicio de vivir la vida sin temor al invierno, mientras las hormigas, esos seres silenciosos y corales que horadan con sigilosa dedicación las paredes de tu casa, sudan la gota gorda llevando migas de pan y granos de azúcar a sus agujeros. No negaré que la lógica de los fabulistas de otro siglo es incuestionable, por previsibles y porque por mucho que tiren de la alegoría y el circunloquio te muestran el mal tal y como es y el bien con ese aura de santidad civil que les sienta de maravilla a los protagonistas de estos textos tan entretenidos y didácticos. Pero la chicharra de mi cuento —invisible carcoma del aire, grillo de la siesta— no tenía más simbología que la de ilustrar con su rumor de aserradero el calor de una sobremesa de julio, mientras la narradora evocaba otra tarde lejana en que el cantar de la chicharra había precedido a una desgracia que le cambió la vida.
Es decir, que la chicharra, además de molesta, incorpórea y holgazana, es un invertebrado de mal agüero que no merece compartir espacio en el reino animal con la mosca de Monterroso, a la que prometo dedicarle unos alejandrinos apenas acabe estas líneas. O una novela de sesenta y seis capítulos donde describa sus vuelos espasmódicos, sus zumbidos de violín enfermo y sus obscenas bocas de trompeta, y no por devoción ni convencimiento, sino para convertirme de una puñetera vez en un escritor de verdad.  


Estoy en deuda con Monterroso porque en La oveja negra y demás fábulas me mostró el género del microcuento mucho antes de que yo supiera que aquello que él escribía tenía nombre. Eran otros tiempos, en que me dejaba llevar por lo inefable. Quizá porque lo que no se sabe nombrar permanece puro y en su esencia, disfruté sus fábulas con una mezcla de deslumbramiento e incredulidad. Ya antes había leído El eclipse, en un librito antológico en cuyas páginas, emboscado, me esperó el dinosaurio más breve de la literatura universal para decirme, por ejemplo, que existía una unidad autónoma de expresión poética más pequeña que el haiku, esa japonería que yo perpetraba desde hacía años con más acierto en lo métrico que verdad en lo emotivo. El fenómeno este del dinosaurio, no me negarás, es un caso muy ilustrativo de fagocitosis literaria, pues ha ido engordando hasta límites incalculables mientras se alimentaba de las escamas que se iban desprendiendo de tantos textos que intentaban explicarlo. No sé, pero en cuestión de cantidad, el dinosaurio de Monterroso ha debido generar en literatura algo así como cien millones más que su peso en palabras. Y sigue ahí; el dinosaurio sigue ahí.
En mis baldas hay tres monterrosos. Esa antología que decía más arriba, El eclipse y otros cuentos. La oveja negra y demás fábulas, para sonreírse y reflexionar sobre naturaleza humana. Y Movimiento perpetuo, ese muestrario de moscas y prosa de humor preciso y sutil que da pie a esta hoja animalaria y algo caótica que hoy compongo como homenaje póstumo a un fabulista de este siglo.

viernes, 30 de noviembre de 2012

      

       La vocación del cuentista

No te fíes nunca de un fabulador que te cuenta su vida: en algún punto de su autobiografía se disimula, al menos, una calumnia. Aunque lo común es que sean muchas; sino encadenadas —que no le permitan ni reconocerse a sí mismo— sí salpicadas, de manera que la dispersión suavice la blasfemia que se hace en carne propia.
Digo esto porque Antonio Pereira, escritor que tengo por fabulador obstinado y verosímil, aclara en la primera página de su libro La divisa en la torre que todo lo que el cuentista vive o imagina tiene vocación de cuento. Es toda una declaración poética de intenciones, un aviso para que todo aquel que quiera tomar sus letras como la transcripción exacta de sus vivencias quede suspenso entre la incertidumbre y la certeza, entre lo real y lo fingido, pero sin distinguir los límites de uno y de otro.
A mí me ocurre que me paso la existencia en esa suspensión aérea entre lo que vivo y lo que creo vivir, de manera que igual soy un personaje que se desprende de mí mismo, que alguien que vuelve a mí después de un periplo de diez párrafos por la vida real. Sufro una bipolaridad crónica y algo caótica, de esas que le permiten a uno, de forma simultánea, pasearse por la literatura y bajar a comprar el pan sin cambiarse las zapatillas; y sin embargo, piso la tierra con esa gravedad de hombre corriente y anodino incapaz de desprenderse físicamente de su envoltorio. Si estuviera aún en la entrada anterior de este blog diría que soy —que me siento— un heterónimo que se inventa y se escribe, pero que es incapaz de aguantar más de una noche a la intemperie, lejos de este calor de hogar que he ido creando y componiendo mientras escribo mi propia vida.
¿O es ella, la vida, quién me escribe a mí?
         Hoy, por ejemplo, el novelista que me escribe y me inventa ha abusado de la elipsis y ha decidido que este día que hoy termina son cuatro renglones vacíos en su novela, una blanca transición entre capítulos. Porque hoy ha sido un día baldío en el ejercicio de desenterrar materia literaria de lo que vivo o imagino. El personaje que me habita no ha sido nada literario, quiero decir, y no ha podido extraer la más mínima hebra de ficción a esta realidad de invierno que me circunda. Hay días así, blancos como un folio bajo la luminaria de un flexo.
Mañana será otro día. La luna llena de algún verano tropical atravesará con su luz el vaso de mi daikiri y una exuberante semidiosa del Caribe susurrará a la altura de mi cuello una palabra de amor…     
Como te veo muy capaz de descubrir la calumnia que se esconde en esta página, quiero pedirte por favor que no juzgues el embuste de un cuentista como una mentira cardinal. Tómalo como el escorzo venial que la retórica le hace a la verdad para que no se malogre una buena historia. Un fabulador es un fabulador siempre, y ni siquiera para decirse a sí mismo hace voto de franqueza.












        Tengo tres libros de Antonio Pereira en mis baldas amarillas. Uno de ellos es este que se cita más arriba, La divisa en la torre. Es un libro de vivencias noveladas. O de ficciones fingidas. Quiero decir que la mentira está en que se narra en forma de cuento lo que es una biografía dispersa y fragmentada, una sucesión de cuadros veraces con distintivo de fábula que hacen un todo entrañable y atestado de muy buen humor. Un Antonio Pereira pleno, y resabiado, cuyo único arrepentimiento es haber perdido el candor de los años en que aprendía a escribir, según diría unos años antes, a modo de prólogo, en Cuentos del medio siglo, el segundo de sus libros en mis baldas amarillas.
            El tercero, que es el primero que llegó, es Picassos en el desván.
Los tres son libros con los que disfrutar de una prosa serena y contenidamente alegre; irónica y amable.