La vocación del cuentista
No te fíes nunca de un fabulador que te cuenta su vida: en algún punto de su autobiografía se disimula, al menos, una calumnia. Aunque lo común es que sean muchas; sino encadenadas —que no le permitan ni reconocerse a sí mismo— sí salpicadas, de manera que la dispersión suavice la blasfemia que se hace en carne propia.
Digo esto porque Antonio Pereira, escritor que tengo por fabulador obstinado y verosímil, aclara en la primera página de su libro La divisa en la torre que todo lo que el cuentista vive o imagina tiene vocación de cuento. Es toda una declaración poética de intenciones, un aviso para que todo aquel que quiera tomar sus letras como la transcripción exacta de sus vivencias quede suspenso entre la incertidumbre y la certeza, entre lo real y lo fingido, pero sin distinguir los límites de uno y de otro.
A mí me ocurre que me paso la existencia en esa suspensión aérea entre lo que vivo y lo que creo vivir, de manera que igual soy un personaje que se desprende de mí mismo, que alguien que vuelve a mí después de un periplo de diez párrafos por la vida real. Sufro una bipolaridad crónica y algo caótica, de esas que le permiten a uno, de forma simultánea, pasearse por la literatura y bajar a comprar el pan sin cambiarse las zapatillas; y sin embargo, piso la tierra con esa gravedad de hombre corriente y anodino incapaz de desprenderse físicamente de su envoltorio. Si estuviera aún en la entrada anterior de este blog diría que soy —que me siento— un heterónimo que se inventa y se escribe, pero que es incapaz de aguantar más de una noche a la intemperie, lejos de este calor de hogar que he ido creando y componiendo mientras escribo mi propia vida.
¿O es ella, la vida, quién me escribe a mí?
Hoy, por ejemplo, el novelista que me escribe y me inventa ha abusado de la elipsis y ha decidido que este día que hoy termina son cuatro renglones vacíos en su novela, una blanca transición entre capítulos. Porque hoy ha sido un día baldío en el ejercicio de desenterrar materia literaria de lo que vivo o imagino. El personaje que me habita no ha sido nada literario, quiero decir, y no ha podido extraer la más mínima hebra de ficción a esta realidad de invierno que me circunda. Hay días así, blancos como un folio bajo la luminaria de un flexo.
Mañana será otro día. La luna llena de algún verano tropical atravesará con su luz el vaso de mi daikiri y una exuberante semidiosa del Caribe susurrará a la altura de mi cuello una palabra de amor…
Como te veo muy capaz de descubrir la calumnia que se esconde en esta página, quiero pedirte por favor que no juzgues el embuste de un cuentista como una mentira cardinal. Tómalo como el escorzo venial que la retórica le hace a la verdad para que no se malogre una buena historia. Un fabulador es un fabulador siempre, y ni siquiera para decirse a sí mismo hace voto de franqueza.

El tercero, que es el primero que llegó, es Picassos en el desván.
Los tres son libros con los que disfrutar de una prosa serena y contenidamente alegre; irónica y amable.