miércoles, 7 de noviembre de 2012



Dos cuentos de Cortázar y una pieza de arqueología sentimental

Yo empecé a escribir en una Olympia Traveller de Luxe. Era una máquina pequeña, de color naranja, y no pesaba tanto como las que se estilaban entonces, las mastodónticas Olivettis. Con ella escribí un cuentecito cándido y endeble que si recuerdo es porque aún lo conservo y porque cada cierto tiempo lo arreglo, sin conseguir sacarle ese tufo a prosa sin sazón y sin ángel que desprenden las primeras letras. En realidad lo que hago es sacudirle el polvo a los adverbios, cambiarles las bombillitas fundidas a los adjetivos y recortarle la hierba a la sintaxis, de manera que a cada tanto lo visto de limpio. Pero huele. A rancio —a pesar de que es un relato de juventud; o quizá por eso— y a mezcolanza de ideas calcadas. Si se pudiera destilar su esencia con sólo acercarle una llama, por ejemplo, veríamos cómo de mi cuento gotea el sudor de, al menos, dos cuentos de Cortázar: Casa tomada y Carta a una señorita en París.     
En aquel tiempo, además de hundir las teclas de una Olympia Traveller de Luxe, yo leía mucho a Cortázar. Alguien me lo dio a leer después de unos juegos florales que ganó un cuento mío precisamente por floral —le granaban pimpollos de enfática rimbombancia al final de cada frase— y porque apenas nos presentamos media docena. Al que me prestó el libro debió parecerle que mi prosa necesitaba una pátina de modernidad y desprenderse de las musas y los suspirillos becquerianos que exhalaba, sin saber que con aquella incitación estaba inaugurando un lustro febril de verborrea y tramas imposibles, donde una bolita de algodón caníbal, por ejemplo, sería el trasunto ibérico de aquellos conejitos de la calle Suipacha. En mis cuentos comenzaron a proliferar manos que se desgajaban de sus brazos y trajinaban autónomas por mi cuarto, y cónsules de una provincia romana remota que trasmigraban, con solo mirarse de perfil en un espejo, hasta un ruidoso garito de Portobello. Recuerdo aquel tiempo como una etapa de inquieta creatividad; me faltaban dedos para aporrear las teclas de mi Olympia Traveller de Luxe. Yo tenía diecisiete años.
Un día (el recuerdo tiende a simplificar los procesos y abusa de la elipsis, porque la cosa no debió ocurrir de un día para otro) un día, digo, alguien debió prestarme otro libro, o terminé con todo el Cortázar editado, o me desperté con ganas de contar otras historias, de manera que abandoné aquel pulso para adentrarme en otros, y luego en otros, y luego en otros… hasta hoy, que es el día en que ya no sé a quién imito. Seguramente a mí, o a todos.
Hace unas semanas rescaté de nuevo aquel cuento. Me tapé la nariz mientras lo sometía a una revisión de rutina. Lijé una subordinada que rozaba en el corazón de su oración principal, atornillé un punto y seguido donde antes hubo una coma y lo envié a un concurso de cuentos muy prestigioso, sabiendo que lo mandaba a una guerra perdida, pues el relato es malo, es inocente y, además, padece un anacronismo que me niego a extirparle. El protagonista de mi relato escribe la historia de su devastación en una Olympia Traveller de Luxe —más pequeña y ligera que las macizas Olivettis— mientras se debate entre gastar sus escasísimas fuerzas en concluir su testimonio o en lanzarle la máquina de escribir a aquella bolita de algodón caníbal que avanza para devorarle. Así es que el anacronismo es doble, por el hecho en sí de que hoy día ya nadie escribe a máquina y porque su desenlace es, sin duda, de una candidez de otro tiempo.
Creo que no me costaría nada armar a mi protagonista con un portátil —más ligero, sin duda, que una Olympia Traveller de Luxe y, por supuesto, mucho más leve que una plomiza Olivetti— y procurarle así una entrada digna a esta época de iphones y blackberrys. Un día lo haré. Mi protagonista atravesará el espejo del tiempo —igual que el procónsul de unas líneas más arriba— y se convertirá en coetáneo de estas hojillas que hoy escribo mientras le dedico un encendido pensamiento a mi máquina de escribir, ese hito naranja en mi memoria que se debate entre el sentimentalismo y la lealtad —en su hueco en mi trastero— junto al vinilo de Jethro Tull y la ciclostática.   
El día que eso ocurra, habré olvidado para siempre a mi  Olympia Traveller de Luxe. Y el cuento seguirá siendo malo. Malo como un dolor de juventud.


Casa tomada y Carta a una señorita en París están recogidos en la recopilación LOS RELATOS, de Alianza Editorial, que es donde los leí por primera vez hace unos treinta años, en dos tomos distintos y, seguramente, con algún intervalo de tiempo entre uno y otro. Sólo algunos años más tarde supe que estos dos cuentos pertenecen, en origen, a Bestiario, del año 1.951, y que en ese libro aparecían en primer y segundo lugar, respectivamente. Al parecer, lo que había desunido Alianza Editorial lo unió el azar en mi cuentecito. El azar.  




13 comentarios:

  1. ¿Esta Olympia será la que perdió la h?

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    1. No. Creo que no. Esta sólo tiene una letra, no recuerdo cuál, que se queda pegada al carro y hay que traérsela con la mano.
      Un abrazo.

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  2. Eso de los cuentitos cándidos, la prosa granando florituras y hasta la bolita caníbal, me hicieron acordar al tufo anacrónico de mis primeros escritos. Yo ya ni me molesto en sacarlos a que tomen aire porque a esta altura ya son fósiles dignos del Museo de Historia Natural. A lo sumo una miradita nostálgica, y listo.
    Y en cuanto al mamut-Olivetti, mi tía más querida todavía tiene un ejemplar en su casa. Cuando era chica, ese mamotreto me fascinaba. Siempre me quedó en el debe el aprender a mecanografiar; en el secundario, por obra y gracia del famoso azar (aquí léase sorteo), en vez de terminar en el taller de mecanografía me tocó el taller de música (tocábamos la flauta dulce)y lo pasé con facilidad porque en esa época yo estudiaba música en forma particular. Aún hoy, cada vez que la veo a mi mamá teclear en la compu con sus diez dedos (eso todavía me sigue fascinando), me pregunto cómo hubieran sido las cosas de salir sorteada en el taller de mecanografía.

    Cariños, Mariángeles

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    1. Pues seguramente serías una adorable y eficiente pianista. A los cuentos viejos hay que guardarles la ternura debida, que no es otra que pasarle de vez en cuando la mano por el lomo y recordar que un día estuvimos enamorados de ellos.
      Un beso.

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  3. Pues ese cuento, lo leería con mucho gusto.
    Virtudes.

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  4. Pepe, querido: Tienes un hábil arte de introducirnos en la nostalgia y dejar al lector con el ansia incompleta. Me encantaría leer tus cuentos de juventud. Apuesto a que ya se perfilaba el talento que te sigue.

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    1. Afortunadamente, poco me queda de aquellos tiempos. Lo que tenga en papel, pues muchos de aquellos se volatizaron dentro de mi primer pc, cuando un virus se lo llevó por delante. Las copias que conservo, ya te digo, están en papel.
      Gracias, Gloria.
      Un beso.
      Te envío el cuento por el privado.

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  5. Hola Pepe, ¡quiero ese cuento! estoy segura de que lo voy a disfrutar tanto como a los que le siguieron. Y tanto como esta "arqueología sentimental". ¡Qué sorpresa te llevarías si llegás a ganar el concurso con él! Algo que, conociéndote, no desestimo para nada, jaja.
    Un abrazo y qué bueno que hiciste este blog, se disfruta. Edith

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  6. Gracias, Edith.
    Te envío el cuento, pero, por favor, sé benévola y mientras lo lees, imagínate que tengo dicisiete años y que este es uno de mis primeros cuentos.
    En cuanto al concurso, ya está al caer. Si me lo dieran, yo no sé si desdecirme de todo o simplemente callarme y hacer mutis por el foro. Pero nada, las probabilidades pasarían sólo porque mi mujer formara parte del jurado, y eso es difícil.
    Un beso.
    Pepe.

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  7. jejeje, Pepe, el cuento de la mascota asesina está genial, pues sí que disfruté, y hasta me encontré con un estilo cortaziano que le queda muy bien a esas primitivas letras tuyas. Apuesto a que ganarías un premio porque me mantuvo en vilo hasta el final y está bien logrado.
    Muy bueno este blog, eres un cuentista maravilloso, ojo, no dije cuentero, que en Argentina es un mentiroso recalcitrante.
    Abrazos literarios y virtuales

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  8. Gracias, Gloria. Todos los cuentistas tienen algo o mucho de cuenteros.
    Un beso.

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  9. No lo encontraba y al final, pude dar con tu cuento, de la Olympia Traveller de Luxe.
    Pues, no está nada mal... se deja leer. No, en verdad, me ha gustado, está muy bien.
    Gracias, por acercarme tu blog, tienes cosas muy buenas e interesantes. ¡Felicidades!
    Un beso,

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