sábado, 8 de diciembre de 2012

Moscas, hormigas y chicharras

Según Augusto Monterroso, que es el escritor contemporáneo que mejor y más sucintamente ha narrado los inquietantes despertares del jurásico, quien no haya dedicado una línea a una mosca no puede llamarse escritor verdadero. Él le dedica —a la mosca— un libro de ciento sesenta páginas —Movimiento perpetuo— lo cual, para un escritor breve y de prosa lenta, es medida más que considerable. En mi animalario no consta ninguna mosca, pero escribí una vez un cuento con chicharras.
Las chicharras son machaconas e invisibles como una mala conciencia, porque son invertebrados molestísimos —por mucho que yo me la quiera dar de poeta y diga que su canto pone banda sonora al tedio de las tardes de agosto— y porque su invisibilidad, como la de los grillos, no hace más que acrecentar su mito de insecto inefable e incorpóreo. Pero quien las definió a fondo y las vistió de limpio fue un poeta y fabulista de otro siglo, que las describió holgazanas y dicharacheras, eternamente pegadas a la guitarra en el nefando vicio de vivir la vida sin temor al invierno, mientras las hormigas, esos seres silenciosos y corales que horadan con sigilosa dedicación las paredes de tu casa, sudan la gota gorda llevando migas de pan y granos de azúcar a sus agujeros. No negaré que la lógica de los fabulistas de otro siglo es incuestionable, por previsibles y porque por mucho que tiren de la alegoría y el circunloquio te muestran el mal tal y como es y el bien con ese aura de santidad civil que les sienta de maravilla a los protagonistas de estos textos tan entretenidos y didácticos. Pero la chicharra de mi cuento —invisible carcoma del aire, grillo de la siesta— no tenía más simbología que la de ilustrar con su rumor de aserradero el calor de una sobremesa de julio, mientras la narradora evocaba otra tarde lejana en que el cantar de la chicharra había precedido a una desgracia que le cambió la vida.
Es decir, que la chicharra, además de molesta, incorpórea y holgazana, es un invertebrado de mal agüero que no merece compartir espacio en el reino animal con la mosca de Monterroso, a la que prometo dedicarle unos alejandrinos apenas acabe estas líneas. O una novela de sesenta y seis capítulos donde describa sus vuelos espasmódicos, sus zumbidos de violín enfermo y sus obscenas bocas de trompeta, y no por devoción ni convencimiento, sino para convertirme de una puñetera vez en un escritor de verdad.  


Estoy en deuda con Monterroso porque en La oveja negra y demás fábulas me mostró el género del microcuento mucho antes de que yo supiera que aquello que él escribía tenía nombre. Eran otros tiempos, en que me dejaba llevar por lo inefable. Quizá porque lo que no se sabe nombrar permanece puro y en su esencia, disfruté sus fábulas con una mezcla de deslumbramiento e incredulidad. Ya antes había leído El eclipse, en un librito antológico en cuyas páginas, emboscado, me esperó el dinosaurio más breve de la literatura universal para decirme, por ejemplo, que existía una unidad autónoma de expresión poética más pequeña que el haiku, esa japonería que yo perpetraba desde hacía años con más acierto en lo métrico que verdad en lo emotivo. El fenómeno este del dinosaurio, no me negarás, es un caso muy ilustrativo de fagocitosis literaria, pues ha ido engordando hasta límites incalculables mientras se alimentaba de las escamas que se iban desprendiendo de tantos textos que intentaban explicarlo. No sé, pero en cuestión de cantidad, el dinosaurio de Monterroso ha debido generar en literatura algo así como cien millones más que su peso en palabras. Y sigue ahí; el dinosaurio sigue ahí.
En mis baldas hay tres monterrosos. Esa antología que decía más arriba, El eclipse y otros cuentos. La oveja negra y demás fábulas, para sonreírse y reflexionar sobre naturaleza humana. Y Movimiento perpetuo, ese muestrario de moscas y prosa de humor preciso y sutil que da pie a esta hoja animalaria y algo caótica que hoy compongo como homenaje póstumo a un fabulista de este siglo.

4 comentarios:

  1. Querido Pepe, me encantó esta entrada jurásica y monterrosiana. Todavía me zumba en el oído, con el perpetuo movimiento de una mosca. De Monterroso he leído El Eclipse- que me encanta- y las andanzas de su Oveja Negra, pero si te tengo que ser totalmete sincera, me enamora su dinosaurio, que de tanto que ha crecido, sería digno rival del Giganotosaurus Carolini, un antepasado cuyos enormes huesos patagónicos fueron descubiertos aquí hace algunos años (Neuquén es un lugar rico en fósiles, de hecho, a 35 km. de la capital hay una cuenca que sigue haciendo las delicias de los paleontólogos). Todavía estoy rumiando los consejos que me diste ayer, fueron la mejor excusa para disfrutar de una charla entre amigos. Un beso, Mariángeles

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  2. Gracias, Mariángeles. Ese lugar debe ser precioso y un lugar idílico para los perros... por aquello de los huesos, claro. Un beso.

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  3. Las moscas suelen ser anunciantes de los gusanos, futuros devoradores de nuestras humildes carnes. Son feas, de diseño oscuro pero útil para cumplir su cometido. Si entra alguna por la puerta corre uno despavorido a buscar el insecticida para rociarla de tóxico, mientras casi palmamos en el intento. A algunos de mis conocidos los han echado del club por ser "molestos como moscas". Aquí sirve de comparación jajaja.Y ni que hablar cuando decimos que alguien es tan bueno "que no mata una mosca". Bueno, no matar una mosca es más bien ser un poco lelo, descuidado en esta selva, candidato a ser devorado por las fieras . En fin que tu andar literario por el mundo de los invertebrados me ha puesto tensa las vértebras, para diferenciarme , claro está, de estos insectos repugnantes con los que convivimos junto con otras plagas de dos patas jajaja. ¡Abrazos Pepe!

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  4. Gracias, Gloria. Son insectos muy literarios y molestos como un dolor.
    Un beso.

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